Las danzas y los tambores habían formado un ente vivo que respiraba y se movía a en forma autónoma. Los danzantes habían perdido su individualidad en la embriaguez del tesgüino y se movían en trance como si solo formaran células de un nuevo ser.
En el norte
de México y en el sur del estado de Chihuahua yace una tribu enclavada en medio
de las montañas. Dispersos entre las barrancas, las mesetas y los cañones, se
han convertido en parte esencial de paisaje. No como algo sobre puesto, ni como
una edificación que se camuflajea en el entorno, sino como una parte
indispensable de él. Es difícil imaginarse a esta sierra sin sus indígenas y a
estos indígenas sin este accidentado terreno.
Llegar a estos remotos lugares y no ver a un tarahumara, sería como
llegar a un bosque desbastado por la voraz tala del hombre, que ha perdido su esencia
misma.
Esta
sierra se llama, la sierra Tarahumara, en honor a la tribu que se hace llamar
de igual forma. Pero en realidad el nombre se ha deformado por el castellano,
pues el nombre original es el de los
raramuris, que traducido al español quiere decir pies ligeros.
Raramuris es una buena forma de autonombrarse, pues son conocidos por correr grandes distancias sin ni siquiera beber agua. Han ganado ultra maratones en varios lugares del mundo y hoy en día son víctimas del largo brazo del narcotráfico que los utiliza como cargadores o contrabandistas de droga corriendo con mochilas a través del desierto que abarca México y los Estados Unidos.
El
primer contacto que los Tarahumaras tuvieron con los europeos sucedió en 1606 por medio de los
misioneros jesuitas. Como en todos los
casos de la conversión, los misioneros aumentaban en número tras haber arribado a un lugar. En este caso sucedió en lo que es hoy el valle de Cuauhtémoc,
Chihuahua y para 1632 esto causo descontento entre los indígenas que desemboco
en una revuelta, donde dos misioneros terminaron muertos. Esto a su vez origino un fuerte movimiento de
represión por parte de la nueva España.
Los Tarahumaras entonces se vieron obligados a esconderse internados en
la sierra, dejando atrás los valles del norte de México.
Al
pasar el tiempo, comerciantes y agricultores Españoles, también se internaron
en la sierra, obligando a trabajar a los indígenas en forma abusiva. Fue entonces cuando los misioneros jesuitas
construyeron iglesias en medio de la sierra y estas se convirtieron en un
refugio de los abusados indígenas. De esa forma se gestó él peculiar sincretismo de las creencias
religiosas que practican los tarahumaras.
Un
elemento muy importante del sincretismo que se formó, se manifiesta durante la época
de semana santa, que corresponde a la crucifixión de Jesús. Los tarahumaras que
raramente se congregan, pues viven
dispersos en las montañas y cañones, en está ocasión se reúnen en las misiones más
cercanas para celebrar. Llegan desde diferentes puntos vestidos de colores, tras largas caminatas y
desde tempranas horas los hombres empiezan a tomar tesgüino que no es más que
una bebida de maíz fermentado.
Durante
todo el día y toda la noche beben y danzan en círculos sobre su propio eje y
alrededor de la iglesia. Por medio de
estas danzas forman un cinturón o cordón de protección, hacia la casa de Dios y
Dios mismo.
Para
los tarahumaras Dios se encuentra en un punto de debilidad debido a que el
demonio lo ha hecho beber tesgüino y por medio de su guardia perimetral lo
resguardan mientras se recupera. Pues de
no hacerlo así, este pudiera ser derrotado por el demonio y con él a todo el
universo.
Esta
festividad trata primordialmente sobre
el eterno conflicto entre el bien y el
mal, que empezó desde el comienzo de
todos los tiempos.
Para los Tarahumaras la fiesta se llama comonorirawachi, que quiere decir cuando caminamos en círculos.
Aun cuando la fecha coincide con semana santa
y es verdaderamente una fiesta religiosa
y de gran espiritualidad, es meramente una fiesta pagana con tintes de
catolicismo, pues imágenes de la virgen y de Jesús son cargadas por los
guerreros del bien. Los tarahumaras se
dividen en dos grupos durante estos días.
Uno de ellos representa a los capitanes y soldados que pelean por las
fuerzas del bien y los fariseos que pelean por las obscuras fuerzas del mal.
El
marco histórico u origen de estas fiestas es verdaderamente interesante, aunque
creo que la experiencia personal es también muy importante y debe de ser
narrada para complementar este blog. Por lo tanto narrare nuestra peculiar
experiencia de la semana santa raramuri que ahora se encuentra enmarcada dentro
de la cultura del narco.
En
muchas ocasiones he viajado a la sierra Tarahumara y de hecho conozco algunos
indígenas y no indígenas que se encuentran dispersos en diferentes puntos de la
sierra. Deje de viajar a este lugar poco antes de que el narcotráfico se
tornara incontrolable ya en el año 2005 o 2006.
Por primera vez en muchos años mi atención se
enfocó en la fiesta de semana santa raramuri y debido a la situación del
narcotráfico estaba dudando sobre si asistir o no. Tal como
la festividad de semana santa, había una batalla interna dentro de mí.
Por una parte quería compartir esta bella cultura y sus paisajes con mi esposa
e hija y por otro lado el temor a los incidentes producto del tráfico de drogas
que habían ocurrido en la sierra me detenían.
El
conflicto quedo resuelto tras una llamada a Mc Klein, un conocido local de la sierra que vive en Creel y quién
me dijo que definitivamente el lugar estaba tomado por grupos armados, pero que
no molestaban a los turistas.
Con una
confianza ciega tomamos el ferry desde La Paz a Los Mochis y de ahí el tren chepe hacia la sierra tarahumara. Al llegar a Creel Mc Klein, nos había
conseguido una camioneta para asistir a la festividad al día siguiente en
Norogachi. Norogachi es una pequeña población
lejana que no conocía y se encuentra muy dentro de la sierra donde la
festividad de los tarahumaras es la más
concurrida e intacta desde el punto de vista tradicional.
Durante
nuestro trayecto por la solitaria
carretera, en realidad sentíamos un poco de nerviosismo y en las pequeñas
gasolineras y tiendas rurales que se encuentran a lo largo del camino, las
personas nos preguntábamos de donde veníamos y que hacíamos por allá. Asumimos
que se trataban de los ojos y oídos del narcotráfico.
Al
llegar a Norogachi buscamos hospedaje en la casa de una familia de jóvenes
hermanos que tenían una pequeña tienda
rural. Antes de aceptar nuestra petición nos sentimos interrogados por los jóvenes.
Fue entonces cuando nos dimos cuenta que en realidad la situación de seguridad
era un factor a tomar en cuenta no solo para los visitantes, sino también para
los residentes. Inmediatamente después nos sentimos totalmente acogidos por la
calidez de la gente de la sierra, aunque la fiesta en realidad no tenía la
concurrencia que se esperaba, debido al temor que despertaba la actividad de
los grupos armados.
El
primer día observamos las danzas durante todo el día tomando fotografías y antes del amanecer del siguiente día asistí
nuevamente a la explanada de la iglesia para a ver las danzas durante el alba. El
ambiente era totalmente diferente, pues los indígenas se encontraban totalmente
ebrios y parecían estar en un estado de trance en el que la danza misma tenía
vida propia. Muchos se encontraban tirados en la tierra debido al avanzado
estado de embriaguez y las mujeres observaban desde un punto alrededor de la
explanada con sus coloridas vestimentas.
Después
de un rato tuvimos las sensación de que no podríamos extraer mucho más de esta
fiesta, tal vez porque eran pocos los espectadores
y danzantes. Por lo tanto decidimos intentar en otra pequeña iglesia en el
cañón de Batopilas a unas 4 horas de distancia y tan solo a 70 km de Norogachi. Yo ya había estado en Batopilas en años
anteriores, pero no sabía exactamente donde sería la fiesta de semana santa. Partimos
entonces después del desayuno y tres
horas más tarde estábamos entrando al
profundo cañón. Dejamos atrás el bosque
y sus coníferas para adentrarnos en un ambiente más desértico donde reinaban
los cactus que se adornaban con las paredes del cañón y el rio Batopilas en
segundo plano. Así mismo la vestimenta
de los indígenas que encontrábamos había cambiado. A diferencia de Norogachi
donde los hombres vestían de blanco, en el cañón los indígenas utilizaban
vestimentas de colores pasteles.
A
medida que descendíamos por los sinuosos acantilados de las barrancas, se
podían distinguir los indígenas con sus coloridos vestidos sobre el camino o paredes
de los cañones desciendo también hacia algún lugar en el fondo. Después de
transitar por un largo rato sobre el espectacular camino, ya a pocos metros
arriba del rio, casi en el fondo del
cañón y poco antes de llegar a la población de Batopilas, vimos una pequeña
iglesia del otro lado del rio. Algunos raramuris cruzaban un puente colgante
que atravesaba el rio para poder llegar
hasta ella. Decidimos detenernos para ver si habría celebración en este
lugar. Encontramos entre unos arbustos a un pequeño grupo de indígenas, algunos
policías municipales fuertemente armados y ningún turista a excepción de un
alemán que se encontraba acampando. Los indígenas bebían tesgüino y las
mujeres lo preparaban. En algunas
ocasiones se paraban y se dirijan hacia la iglesia para caminar alrededor de
ella mientras rezaban cargando la imagen de un santo. Así paso gran parte del
día y nosotros nos sentíamos sumamente acalorados, por lo tanto decidimos
comprar agua y cerveza mientras esperábamos en el rio el evento de los pintos.
Para mi
sorpresa vi a un tarahumara que había conocido en mis previas visitas al cañón.
El conocido como Chico estaba cruzando el puente colgante justo arriba de nosotros.
Me acerque para saludarlo y este me
reconoció no por mi nombre sino como
Katún. Pues así se llamaba un negocio que tuve en el pasado y en el cual me
dedicaba a llevar turistas mexicanos y extranjeros a la sierra de Baja
California Sur y de Chihuahua. Chico me paso algunos chismes del área y también me conto que el narcotráfico había ahuyentado
a los turistas en forma dramática, cosa que era evidente pues en años
anteriores y durante la época de semana santa, el rio batopilas se llenaba de
campistas que venían desde la capital del estado. Me platico que en algunas ocasiones bajaban
de la sierra los del grupo “la línea” y los policías municipales se
desaparecían por el miedo que estos infundían.
La
influencia de la cultura del narco era más que obvia, pues algunos de los
tarahumaras tenían colgadas de sus hombros metralletas hechas de madera.
Ya a
punto de atardecer, algunos indígenas bajaron al rio y empezaron a pintarse de
blanco con polvo extraído de las piedras
del rio que mezclaban con agua. A diferencia de nuestra percepción del bien y
el mal, los pintos representan al mal o al demonio, pues uno de ellos hasta
tenía cuernos. Esto tiene todo el sentido del mundo si nos adentramos en el mundo indígena, pues las
experiencias que han tenido a través de su historia con el hombre blanco han
sido en su mayoría negativas.
Así
mientras se pintaban y a medida que terminaban, danzaban en círculos al ritmo
de un violín. Por un momento nos dimos cuenta que estábamos viviendo una
experiencia fuera de nuestro mundo en el fondo de un solitario cañón
atestiguando un ritual indígena. Era simplemente maravilloso.
Ya casi obscureciendo llegamos a la población de
Batopilas y mientras entrabamos, una camioneta de lujo y de último modelo se
nos emparejo. Bajamos entonces los cristales del carro rentado y mientras ambos
vehículos seguían en marcha, varios jóvenes armados se asomaron dentro de
nuestro vehículo para ver de qué se trataba. Al darse cuenta que éramos tan
solo una familia nos saludaron y aceleraron para desaparecer de nuestra
vista. Nos hospedamos en un pequeño y
apacible hotel frente al rio para partir a tempranas horas de la mañana del día
siguiente hacía Creel y tomar el tren de regreso a los Mochis al mediodía. Esa
misma noche tuvimos la oportunidad de tomar el ferry de Los Mochis a La Paz y
nos sentimos aliviados al llegar a casa al día siguiente.